Creer que el Universo conspira en favor de uno o que todos en el mundo no nos comprenden y están en nuestra contra, y no tenemos responsabilidad en ello, es tan perjudicial como pensar que somos absolutamente responsables de todo.

Las terapias psi y sus derivados que tienen como elemento central de su apuesta al Yo, su fortalecimiento y empoderamiento, están dejando de lado un elemento esencial que sí o sí influye en la psique: el ecosistema. Y cuando escribo sobre ecosistema no me refiero a su asociación inmediata con la naturaleza, sino a su origen etimológico. El Oikos griego, esta unidad económica y social en la cual se desarrollaban las actividades, todas.

Este Oikos en el que estamos, esta casa en la que nos tocó vivir no son silos en los que el rey es el Yo, por más que nos lo quieran hacer creer. Está compuesta de una serie de factores externos, ajenos al Yo, que se mueven con independencia de este y facilitan las condiciones de la vida, que esto no necesariamente indique que hagan más fácil la vida, sino simplemente que permiten su permanencia, reproducción y transmisión, tal y como el humano aprendió de la, ahora sí, naturaleza.

Un poco como diría Cristina Pacheco “aquí nos tocó vivir”. Pero acaso nos preguntamos a dónde nos tocó vivir, en dónde estamos viviendo. Creo que no son preguntas fáciles de realizarse. Ninguna pregunta que nos cuestione es fácil, porque tienden a romper imaginarios a desestructurar los conceptos que nos daban ciertos referentes para una vida tranquila, aunque esta sea violenta o agitada.

El lugar en donde estamos viviendo tiene todas las claras coordenadas de ser un Necroestado, derivado claro está de una necropolítica que es la expresión más siniestra y acabada de la biopolítica. En este sistema el Estado decide quién vive y quien muere, pero por sobre todas las cosas ha adquirido el derecho de decidir quién muere o a quién deja morir.

Lo estamos viendo con el manejo de la pandemia. El Estado decidió a quién sí vacunar y a quién no vacunar, en lugar de permitir que fuera Universal, marcó pautas para la vida y para la muerte. Por ejemplo: se vacunan a los médicos del servicio público, pero no a los del privado, a ellos se les deja morir. O con el tratamiento del cáncer, se dan recursos para jóvenes que potencialmente pueden votar, pero no se compran medicamentos para atender a niños con cáncer o se surte el esquema completo de vacunación infantil.

Decide dejar que las mujeres deben morir, porque no hay mecanismos que las protejan. Pero también mueren en el discurso o quizá mejor dicho desde el discurso. La narrativa oficial hace que las mujeres desaparezcan, al considerar que ellas son las que mueren, no que las están matando.  

O incluso también decide que pueden morir los que presunta o comprobadamente se dediquen a las actividades relacionadas con la producción, distribución y consumo de drogas, el Estado se burla de las masacres y celebra que haya más muertos entre bandas rivales, porque así hay un delincuente menos en las calles.

Así, a grandes rasgos, opera un Necroestado. Y sus decisiones sobre la muerte y cómo es que debemos morir nos impacta en la psique queramos o no queramos.

A inicios de la pandemia surgió la hipótesis de que tras el encierro se desataría una serie de trastornos que afectarían en lo individual y en lo colectivo. Mostré mis dudas al respecto cada que me preguntaban. Y si bien se escuchaba en la clínica cierto temor por la amenaza de contagiarse, enfermar y morir, lo cierto es que hay más temor a lo otro, al que alguien tenga en sus manos la fragilidad de nuestra vida y el sistema lo avale, lo celebre, lo ignore o hasta se ría.